Autor invitado: Julio César Mateus
En este post Julio César Mateus, doctor en Comunicación por la Universitat Pompeu Fabra – Barcelona y profesor de la Universidad de Lima, nos comparte seis viñetas desde Lima.
Aprender de la distopía
Black Mirror se convirtió en el texto central de mi asignatura “Culturas Digitales”. Hasta el curso anterior, mirábamos capítulos seleccionados y los cruzábamos con conceptos teóricos. El ejercicio funcionaba bien por su trama pesimista y los guiños a una realidad hasta hace poco improbable. Antes de verla, muchos estudiantes pensaban en la tecnología solo en términos de progreso. Al final del curso, la presunta ficción les producía un humor más crítico hacia el éxtasis digital.
Ahora iniciamos un nuevo semestre en pleno confinamiento y aunque decidí insistir con Black Mirror, les pediré que miren también televisión abierta. Me temo que, en comparación, los alumnos empiecen a considerar a Black Mirror como una sitcom para relajarse del mundo contagiado.
Navegar en una piscina de niños
Ahora todos queremos navegar en internet, pero en un océano de bits que apenas nos moja las rodillas.
Ni bien inició la cuarentena, la débil infraestructura digital peruana empezó a obstruirse como una arteria añosa. El insufrible tránsito de las calles limeñas se mudó a internet. Para la segunda parte del aislamiento –porque el presidente lo decretó por temporadas, y vamos recién en la segunda— el consumo de Whatsapp, Netflix y TikTok, en ese orden, se multiplicó llevando a las empresas de telecomunicaciones a iniciar negociaciones con los proveedores para reducir su ancho de banda y sacrificar calidad en aras de la conectividad (y la idílica productividad del teletrabajo forzoso).
Inventar una vida remota
La precariedad institucional no frena la urgencia de gestionar una vida a distancia. Las videollamadas por Zoom se convirtieron en un nuevo estándar de interacción (y sus acciones comerciales subieron por las nubes a costa de la seguridad de nuestros datos personales, cuya protección es un lujo de otros tiempos).
Las competencias digitales siguen pasando factura. De las horas de reunión, la tercera parte se invierte en establecer una conexión aceptable, saludar, restablecer la conexión, volver a saludar, ayudar al que no pudo conectarse, escuchar las angustias de cada uno, padecer la voz del niño pidiendo algo desde el baño o evitar que un miembro de la casa aparezca desnudo en plena clase. Los transeúntes del nuevo mundo virtualizado parecemos niños jugando en una piscina oscura.
Gobernar las microsociedades
Los que advertían en las pantallas solo distracciones narcotizantes, afectos plásticos, aplicaciones frívolas o datos sensibles vendidos al mejor postor, se vieron obligados a participar de nuevas microsociedades que se reproducen en WhatsApp de forma espontánea. Se crean grupos, subgrupos y más grupos de los grupos con todos menos con aquel. Sirven para los fines más urgentes o para ejercitar la comunicación fática. Se bautizan. Se superponen. Se interrumpen. Hay que silenciarlos y volver a depender de ellos.
En mi edificio, poblado en su mayoría por personas de la cuarta edad, se producen intensos debates motivados por la falta de empatía, de comprensión lectora o por una indisposición para comunicarse con el otro. Nos hemos obligado a coordinar civilizadamente como grupo para sobrevivir. Una vecina sugirió evitar cadenas de oración y videos apocalípticos y limitarnos a recordar el protocolo de uso del elevador o los turnos para regar las plantas. Ya varios habían abandonado el chat a costa de quedar al margen de los asuntos de la convivencia. Las propuestas buenas reciben 52 “gracias” en un acto fútil de netiqueta.
En estas microsociedades tampoco importa distinguir entre la verdad y la ficción, incluso en pleno escenario apocalíptico donde la información es el oxígeno. Las pantallitas móviles alternan memes divertidos sobre la noticia de última hora con videos caseros sórdidos de escenas callejeras difíciles de decodificar: vehículos militares con altavoces, gente transitando con tapabocas y animales inéditos desorientados en un cielo limeño extrañamente limpio. Como Guido y el pequeño Giosuè de La Vida es Bella, cada uno monta su propio ecosistema de verdades.
Distinguir las experiencias de uso
Los medios masivos compiten por hacerse necesarios. Integran la realidad con la (hoy posible) fantasía. Se prestan recursos del entretenimiento por streaming. Mientras los portavoces del gobierno intensifican la narrativa bélica en sus comparecencias diarias, los medios gamifican el ataque viral con cortinas musicales, cuadros de realidad aumentada y ciudades sitiadas captadas desde drones.
Byung-Chul Han atribuye el éxito de los países asiáticos en contener el virus a una infraestructura digital de Big Data y reconocimiento facial soportada en una cultura verticalista y colectivista que facilita el orden. Como advirtió Postman (1985), el contenido mediático simplista, insustancial, ajeno a la historia y descontextualizado que ya nutría al mundo feliz y orwelliano que vivíamos, ha encontrado en el anhelo de la supervigilancia remota una nueva vitamina.
Los efectos antagónicos de la infoxicación profundizan las brechas entre experiencias y usuarios: los privilegiados miran al virus como una puesta en escena y comparten por redes sociales sus recetas caseras para un confinamiento feliz, mientras la mayoría de economía informal pierde sus contados ingresos llenando de incertidumbre sus muros.
También hay lugar a la irreverencia creativa. En Lima Infection, un videojuego descargable vía Steam (ver imagen de cabecera de este post), comparten roles el presidente de la República, el entrenador de la selección de fútbol y una víctima de cyberbullying que se hizo famosa. Provistos de un martillo para achatar la curva pandémica, luchan contra el virus invisible y contra el aburrimiento y la desazón que se respiran por las ventanas de mi barrio (con pausa a las 8 de la noche para aplaudir a los héroes médicos, bomberos o recolectores de basura que sí salen de sus casas).
Resistir el encierro
Para combatir la distopía, vengo produciendo mi propio documental de cuarentena en Instagram. También fotografiando colegas somnolientos en Zoom y convirtiéndolos en stickers de WhatsApp. Inspirado por Cuarón en la película Roma, me entretengo compartiendo imágenes cotidianas que a nadie importan, pero que espero en algunos años me revelen un recuerdo patético de mis días de confinamiento.
Hoy me ofrecí a regar las plantas en el chat del edificio. Recibí 49 “gracias” de vecinos que solo leo. Luego tuve cuatro reuniones de Zoom donde acordamos tener más reuniones de Zoom la semana entrante. Es todo lo que puedo hacer ahora sin salir de casa. Para los medios podría ser un héroe; para la gran mayoría, solo un privilegiado más. Para mí es la excusa perfecta para ver el cielo.
Nota
La imagen de cabecera es de Amauta Collective.
Que buenas viñetas de unas vidasen encierro.
Muy interesantes tus postales desde Lima, Perú. Y más llamativo los Universales y Particularísimos encontrados en tantas narrativas de hechos vinculados a esta breve e infartante cotidianeidad.