Guerras infecciosas.

Autora invitada: Lila Luchessi

Lila Luchessi (UNRN/UBA) se suma a esta serie de posts con una reflexión sobre el virus, los miedos que genera y la construcción del sentido en un contexto de «trincheras sanitizadas».

Aunque se esfuercen en presentarla como una guerra, la pandemia es una catástrofe. De esas que cambian el significado de lo que nos era conocido y la vida para siempre. El acecho y el peligro se transforman en otra cosa. Seguimos temiendo. Pero no a lo que temimos hasta ahora. El miedo es al virus, al contagio, a contagiar. Y a medida en que la catástrofe transcurre, a quienes pueden transmitirlo, contagiar, contagiarnos. El peligro no está en la acción de otro. Se expresa en su solo estar.

Una de las paradojas, porque la pandemia plantea unas cuantas, es la necesidad de acudir al personal de salud y el terror a tenerlo cerca. La admiración, el agradecimiento y el reconocimiento –que se manifiesta en aplausos cotidianos desde los balcones y las terrazas- choca contra los carteles anónimos, en los ascensores, en los que se les pide que se muden para no enfermar a sus vecinos.

La doble moral, tan común en sociedades como las nuestras, estalla cotidiana como las barbas crecidas, las raíces sin tintura o los sobrepesos que se gestan en días de encierro y exageraciones en la cocción.

La producción casera de panes, pastas, pizzas y todo aquello que requiera hidratos de carbono hizo que el mercado creciera en un 100% en relación con marzo de 2019 y un 60% respecto del mes anterior. Si bien no hay una medición específica, también crecieron las personas que hacen streaming o comparten videos para explicar recetas y técnicas que aprendieron hace un par de meses para hacer ejercicios de zumba, streaching, yoga o meditación.

Cuando éramos niños, aprendíamos a soltar el manubrio de la bicicleta y gritábamos orgullosos: mirá, ando sin manos. Hoy saturamos las redes de verdades reveladas, recetas de cocina, listas de streaming, recomendaciones de series en Netflix y datos que ponen en duda a toda la información oficial. Como si nosotros supiéramos algo, como si la incertidumbre no fuera tal.

Con la misma velocidad con la que se expande el virus, crecen los audios y videos que ponen en jaque la información de los organismos de salud. Sostenidas en los ánimos cambiantes e ilusiones conspirativas, la utopía o distopía se instala en segmentos de la sociedad dispuestos a creer o dejar de hacerlo para siempre.

Del mismo modo que la percepción del peligro, lo democrático cambia. No se trata de lo consensuado sino aquello que quienes nos representan deciden por nuestro bien. El COVID-19 no se elige, no debate, no respeta reglas. Solo nos hace iguales ante la enfermedad. Frente a la catástrofe que se desmadra y se hace incontenible; luchamos contra el coronavirus y contra la información viral.

Inmersos en una guerra cuyo teatro de operaciones son ciudades vacías, fluctuamos entre la asfixia del encierro y el miedo a salir. La elección de la metáfora bélica, en la que se construye un enemigo invisible, cobarde pero sobre todo impredecible genera la ilusión de cambiar los resultados y-con ellos- el sentido de la catástrofe sanitaria concreta y global.

El espacio público es ahora un lugar en el que se combate con distancia, barbijos, lavandina, geles de alcohol y jabón. Las disputas y construcciones de sentido migran a las plataformas virtuales de narración digital.

Los hogares, para quienes los tienen, son trincheras sanitizadas en las que se convive o se está solo. Se cocina o se teje al crochet. Se pintan cuartos o se empapela. Se sale al jardín, el patio, la terraza, el balcón, la ventana o se pierden los nervios ante la imposibilidad de ver el sol. Y es justamente desde ambientes cálidos munidos de agua potable, jabón e ingredientes para cocinar donde surgen las quejas que reivindican una legalidad en suspenso, mientras se niegan a cumplir la que se pretende instalar.

En medio de una cotidianeidad suspendida, un espacio público espectral y una pandemia que explica la voracidad de la globalización, reclusiones territoriales y retracciones relacionales obligan al confinamiento en lo cercano y lo local.

Los núcleos duros de una modernidad que ya no estaba antes de la eclosión del COVID -19 exigen derechos a la circulación, a la toma de las propias decisiones, a violar recurrentemente la cuarentena acusando de autoritarios a todos quienes les piden que colaboren, quedándose en la comodidad de los espacios que tienen y pueden disfrutar.

Para quienes la situación es precaria la discusión pasa por otro lugar. Cómo encerrarse en condiciones de hacinamiento y mantener una distancia imposible de sostener. Cómo atravesar la cuarentena en situación de calle sin condiciones de higiene, alimentarias y de conectividad.

El individualismo pseudo meritocrático que nos trajo hasta acá se expresa con brutalidad desde los sitios más disímiles. Progresistas preocupados por la salud mental de los adultos mayores que poseen redes de contención económica, sanitaria y afectiva no registran que hay otros que dependen de la voluntad de terceros para mitigar, aunque sea un poco, el riesgo de salir.

En las redes, las discusiones pasan por diferencias que no son menores. Cómo tolerar los ciberpatrullajes a cargo de los estados nacionales si nunca nos preguntamos con qué necesidad aceptamos las condiciones de las empresas que gestionan redes, buscadores y plataformas que violan constantemente nuestra privacidad.

La paradoja de alejarse para estar cerca, de no cruzar el límite de los dos metros para preservar a quienes queremos, pone en jaque creencias y convicciones que trajeron a la humanidad hasta el corset que aprisiona nuestra forma de vivir. También, con una lógica tan oriental como el origen de la pandemia, combatir desde la quietud, el encierro. Y, como si algo faltara la declaración de una guerra contra dos enemigos concretos: el virus que afecta las vías respiratorias y el que infecta la información que podemos recibir.

Para el primero no hay vacuna. Solo alcoholes, lavandinas, barbijos y jabón. Para el segundo, volver a preguntarnos qué estamos haciendo, cómo construimos derechos sostenidos en responsabilidades, cómo reaccionamos a las formas de regulación y qué hacemos cuando no estamos muy seguros de tener algo para decir.

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