El ideológico retorno de las interfaces transparentes.

Imagen portada: Fast Company

Cuando en 1998 elegí el tema para mi tesis doctoral no tuve ninguna duda. Desde hacía unos cuantos años venía leyendo libros y artículos sobre interacción persona-ordenador, usabilidad, hipertextos y diseño interactivo. Casi todos los autores, antes o después, confluían en un mismo punto: «la mejor interfaz es la que desaparece», la que el usuario no percibe porque el dispositivo tecnológico se vuelve «transparente».

Investigadores de primer nivel como Don Norman, Gui Bonsiepe o Ben Schneiderman no dudaron en convertir esta idea en un principio innamovible de la Human-Computer Interaction y el Interaction Design. Mi tesis, en pocas palabras, desarrolló una crítica a esa razón instrumental que reduce las interfaces a objetos que desaparecen y convierte a la interacción en un proceso transparente, casi natural.

Las interfaces, como los lenguajes o la comunicación, no pueden ser «transparentes» o «invisibles»: se trata siempre de dispositivos artificiales que, cuando están bien diseñados, se naturalizan y vuelven imperceptibles. La interfaz es como una metáfora: si está bien construida y colocada dentro del relato, el lector no la percibe (Borges). El principio de la transparencia, desde la perspectiva de los usuarios, está fuera de discusión: a todos nos gusta concentrarnos en la tarea u objetivo que queremos llevar adelante y olvidarnos de los dispositivos técnicos que tenemos entre manos. Sucede igual que con una prótesis: ¿Cuál es la mejor pierna artificial? La que no se siente cuando caminamos.

Sin embargo, desde una perspectiva teórica el planteo no convence… si algo nos enseña la semiótica y las ciencias del lenguaje es que no existen intercambios simbólicos transparentes. Siempre, incluso en las más básicas interacciones, existe un conflicto y al mismo tiempo una negociación entre el diseñador y el usuario; esta cooperación se define en un posible «contrato de interacción» entre el usuario y el diseñador. La interfaz es la sede de ese contrato que, no olvidemos, puede ser aceptado o no por el usuario.

En mi tesis de doctorado -publicada en formato libro bajo el título Hacer Clic. Hacia una sociosemiótica de las interacciones digitales (Barcelona: Gedisa, 2004)- traté de evidenciar estos conflictos interpretativos en diferentes tipos de interfaces, desde los procesadores de textos hasta la web de un diario online. Un breve resumen de este planteo se puede leer en el artículo que lleva el mismo nombre del libro publicado en el número 5 de deSignis.

El multi-touch screen de Jeff Han (su presentación en las TED Conferences es uno de los clásicos de ese ciclo) es uno de esos productos que reabre el debate sobre la transparencia de las interfaces. El mismo Han lo dice mientras sus dedos de mago digital se deslizan sobre la pantalla interactiva: Señoras y señores, aquí no hay interfaz, todo es transparente y natural! El mouse o el joystick dejan de existir  y la interfaz se vuelve transparente con un toque de magia tecnológica.

La llegada del iPhone en el 2007 y la difusión de las pantallas táctiles vuelve a poner sobre la mesa la cuestión de la desaparición de los interfaces. Inclusive los diseñadores de videojuegos cada vez más hacen hincapié en estas formas de interacción en las cuales el dispositivo tiende a volverse transparente. La sensación de estar manipulando directamente objetos (un concepto elaborado originalmente por Ben Schneiderman en el lejano 1982) es total.

Me encantan todos estos dispositivos. Desde la perspectiva de los usuarios, ponen en pie una nueva generación de tecnologías que facilita notablemente la manipulación de la materia digital. Cuando Apple presentó el iPhone en el 2007 pocos dudamos en considerar que nos encontrábamos de frente a un arquetipo, uno de esos productos que marcan una época y generan descendencia.  Una vez que uno se acostumbra a la pantalla multi-touch no hay retorno atrás: cuando un amigo me prestó un eBook de la Sony, mis dedos fueron derecho a tocar la pantalla… mientas mi amigo me alertaba: «Tiene botones, eh!»

Sin embargo, esto que me entusiasma tanto como usuario sigue encendiendo una luz roja en mi tablero científico: las interfaces parecen naturales y creemos que desaparecen, pero siempre están ahí. Es en la interfaz donde se expresa el diseñador: ahí está su ideología, su visión del mundo y su concepción del intercambio que propone a los usuarios. Es el diseñador el que decide qué podemos y qué no podemos hacer con la interfaz, de la misma forma que determina nuestros movimientos dentro de una red a través de la creación de enlaces. En la interfaz se expresa  -como diría Lawrence Lessig– el poder del código («code is law»).

Todas las estrategias (políticas, ideológicas, comunicativas, económicas, etc.) del diseñador se expresan en la interfaz y allí se confrontan con las tácticas de los usuarios. Las interfaces, como dice Umberto Eco a propósito de los textos, son la sede de un conflicto entre dos sujetos, y eso no es para nada transparente.

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2 Comments

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  1. Quizás la mejor interfase no es la transparente, sino aquella que se percibe de manera inconsciente o sólo aparece en el momento crítico. Un ejemplo elemental, cuando escribo una contraseña, si está apretada la tecla caps-lock, me aparece una señal en el campo donde estoy escribiendo. Otro más sofisticada que ensayé hace 25 años, pero que nadie ha continuado; un leve sonido al pulsar una tecla, distinta para cada una de ellas, el oído, inconscientemente, reconoce la discrepancia entre la voluntad y lo que realmente hemos escrito y de manera inconsciente nos advierte del error.

  2. En la interfaz se expresa -como diría Lawrence Lessig– el poder del código (“code is law”).

    De acuerdo! Por eso me molestan tanto las interfaces que sólo facilitan consumir y no tanto interactuar, como las de los Ipods.

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