Tecnologías del hambre y hambre de tecnologías. De Caparrós a Martel (y regreso).

Dos lecturas se me cruzaron este verano: El Hambre de Martín Caparrós y Smart de Frédéric Martel. ¿Qué tienen en común un libro que describe el hambre que acosa a millones de habitantes del planeta con otro dedicado a los usos globales de la tecnología digital? Ambos son autores reconocidos – Martel es un sociólogo francés que analiza temas culturales mientras que Caparrós es sin dudas unos de los grandes cronistas y periodistas de investigación de la lengua española – que salieron por el mundo a realizar entrevistas, recolectar datos y buscar patterns  comunes que les permitieran reconstruir un cuadro de situación. Las diferencias entre ambos textos son muchas, no solo por la temática de cada uno de ellos: Caparrós es un gran escritor, ha viajado por todo el mundo y sabe dónde apretar para que brote la pus; Martel, tanto a nivel de prosa como de investigación, se queda a mitad de camino pero a pesar de eso nos brinda unos cuantos datos interesantes para reflexionar.

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Tecnologías del hambre

Resulta casi imposible resumir un viaje de 600 páginas por los sótanos subalimentados del planeta. Comencemos por un dato: en el mundo mueren 25.000 personas por día por falta de alimentación o enfermedades colaterales. A pesar de las estrategias de los organismos internacionales (las cuales muchas veces terminan financiando a las clases políticas locales), las «ayudas» de los países ricos (pensadas más para colocar excedentes de cereal y subvencionar a sus propios productores/votantes), la revolución verde (que multiplicó la producción agrícola gracias a la manipulación genética y la tecnificación de los cultivos) y el trabajo de hormiga de las ONGs el hambre en el mundo sigue afectando a millones de personas y todo hace pensar que aumentará en las próximas décadas. El problema es muy complicado y Caparrós traza un mapa bastante completo de esas complejidades, identifica contradicciones y entrevista a los actores involucrados: desde un médico sin fronteras en la India hasta un broker de la bolsa de Chicago, desde una mujer que sobrevive recolectando comida en los basurales de Buenos Aires hasta un agricultor sin tierra en Madagascar. Caparrós recorre países, se mete en los despachos, hospitales de campaña, campos exhaustos y chozas de lata, pregunta y vuelve a preguntar. Habla mucho con ellos, los excluidos, los que sobran.

Me pasé años escuchándolos. Creo que esperaba encontrar  un saber intrínseco, íntimo y me equivoqué: haber vivido ciertas cosas no supone saber por qué sino – si acaso – cómo. Pueden contar, por supuesto, qué es tener hambre; no tienen ideas sobre por qué lo tienen. La mayoría habla de dios, de una injusticia, de dios, de algún traspié o azar, de dios.

Digo, y me repugna un poco: la mayoría de las personas que cuento en este libro se sorprenderían con la mayoría de los datos y mecanismos que este libro cuenta. Y la pregunta, obvia pero insistente: ¿cuán distinto sería  si supieran? ¿Qué cambiaría si supieran?

Caparrós nos cuenta que el planeta produce alimentos más que suficientes para la población actual y que bastaría un poco – solo un poco – de voluntad política para solucionar la cuestión. Si el lector busca una propuesta para solucionar «el problema del hambre en el mundo» no la encontrará en el libro de Caparrós. Pero sí se encontrará frente a una larga lista de responsables, desde los brokers  que desde hace 20 años juegan a la timba financiera con el precio de los cereales hasta los subvencionados campesinos europeos y estadounidenses, desde el precio desmedido de los alimentos (que favorece a economías agroexportadoras como la argentina y al mismo tiempo los vuelve inalcanzables en África o Asia) hasta el desperdicio de comida (no solo en las mesas de los países ricos sino también en los sistemas de almacenamiento y transporte). Tampoco nos olvidemos de los políticos que apuestan a generar crisis alimentarias para incrementar sus ganancias personales, la tecnificación que a menudo lleva a la sobreexplotación de los terrenos o los conflictos armados.  La cuestión de la alimentación es sumamente compleja y Caparrós se encarga de ponernos frente a ella de manera brutal, recuperando la voz de sus principales afectados y sin la mediación de un discurso buenista de por medio.  No creo que este libro vaya a cambiar el mundo pero sí a volverlo un poco más intolerable para los lectores que podemos comprar libros.

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Hambre de tecnologías

El viaje de Martel es diferente al de Caparrós, no habla con todos los interlocutores posibles y a menudo sus preguntas apenas alcanzan a superar los prejuicios de un europeo que sale de su país con una idea muy clara: confirmar que existen muchas internet(s) y que en cada sociedad sus usos son diferentes. Si los franceses están preocupados porque el viejo y querido Minitel quedó marginado por el avance arrollador de las tecnologías Made in China pero diseñadas en California, Martel pone paños fríos y aclara: la red no implica una americanización de la cultura.

Hay más de mil millones de personas en Facebook. Intuitivamente, podemos pensar por tanto que todos estamos conectados los unos con los otros, que somos cada vez más homogéneos y, naturalmente, nos estamos americanizando a marchas forzadas. A veces yo mismo lo he creído así. Pero mi investigación contradice esa visión, que no refleja la realidad. Todas las cuentas de Facebook son distintas: cada individuo tiene en ellas sus propios amigos, y habla en su lengua, y ninguna página de Facebook se parece a otro. El social graph, como se llama a la red de amigos, siempre es único. Es raro que un colegial del sur de Italia o del norte de Polonia tenga entre sus «amigos» a un contacto en Estados Unidos.

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Repasemos el planteo de Martel. Los grandes actores de la red repiten una y otra vez que las fronteras han sido superadas. El mundo ya no tiene límites, nos dicen, está totalmente abierto y conectado.

Vistos desde Silicon Valley, lo digital y lo global parecen sinónimos.

Martel se opone a esta visión:

Se esta dibujando otra geopolítica de internet (…) La revolución digital que estamos viviendo no se traduce, al menos principalmente, por una globalización total y absoluta. Porque aunque tengamos acceso a los contenidos de todo el mundo desde nuestros ordenadores y nuestros smartphones, internet sigue siendo muy local en sus usos y se adapta a las realidades de cada espacio. Hay plataformas globalizadas, pero pocos contenidos. No hay un «internet global». Y no lo habrá nunca. Lejos de un mundialismo sin fronteras, la transición digital no es una homogeneización. No debemos temer la uniformización cultural y lingüística. La revolución digital se manifiesta, por el contrario, como una territorialización y una fragmentación: internet es un «territorio».

Hoy la web es muy local, muy regional; a veces es nacional o panregional, y a veces trasciende la geografía.

Según Martel la red a menudo está ligada a una comunidad (étnica, sexual, religiosa, geográfica, lingüística, cultural, etc.). Por eso habla de «internet(s)»: la red se está fracturando en función de las culturas, las lenguas, las regiones. Entonces… ¿qué es la red? ¿En qué espacio opera?

Pero si internet ya no es global, tampoco es nacional, ni siquiera forzosamente local. Se inscribe en un «territorio», una esfera o una «comunidad» (…) Internet está geolocalizado. En muchos aspectos puede dar poder a los individuos en vez de privarlos de él; puede permitirles ser más dueños de su propia historia. Al adaptarse a sus singularidades y a su territorio, es propio de cada uno.

En cierta manera el libro-viaje de Martel confirma tendencias que los sociólogos y antropólogos de la red vienen analizando desde hace varios años. Los últimos dos o tres libros de Manuel Castells son una buena puerta de entrada a los diferentes usos de las tecnologías digitales a escala planetaria. Por ejemplo en la parte final de Comunicación móvil y sociedad, una perspectiva global (2006) Castells escribía:

Las tecnologías de comunicación inalámbrica amplían la lógica en red de la organización y de la práctica social en todos los lugares y en todos los contextos, con la única condición de formar parte de la red móvil. Esto no es ni una visión ni una afirmación tecnológica obvia, sino que surge de la observación realizada hasta el momento en una serie de situaciones culturales e institucionales determinadas. Al mismo tiempo, hemos observado una variedad de usos de la comunicación inalámbrica en función de los niveles de desarrollo, culturas, instituciones y estrategias empresariales. Aun así, y sin olvidar su gran diversidad, deseamos dejar claro que la tecnología de la comunicación móvil tiene poderosos efectos sociales al generalizar y profundizar la lógica en red que define la experiencia humana de nuestro tiempo.

Pero el problema principal de Martel – y aquí se diferencia profundamente del texto de Caparrós – es que no entrevistó a los usuarios de la red. Sus interlocutores son dirigentes políticos, managers de empresas y militantes políticos o sociales muy activos en las redes cubanas, iraníes o palestinas (quizá el momento donde el libro se acerca más a los usuarios, pero se trata casi siempre de advanced users). Martel recoge campanadas opuestas pero no termina de perforar la coraza de los discursos oficiales (políticos, emprenditoriales, opositores, etc.) para penetrar en la cotidianeidad de los usuarios de la tecnologías digitales. A pesar de estas limitaciones, el material que nos ofrece Smart es un muy interesante y vale la pena su lectura.

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A pesar de lo que pudiera pensarse, Caparrós mantiene una actitud positiva frente al cambio tecnológico. Entre otras cosas, Caparrós no descarta la manipulación genética de las semillas a condición de que no esté centralizada por un puñado de multinacionales. Su mirada es «evolutiva», toma consciencia de que la historia de la humanidad está marcada por las mutaciones tecnológicas (el pasaje del nomadismo recolector al sedentarismo agropecuario, el uso de instrumentos de labranza, la incorporación del tractor, los injertos que permitieron las primeras cruzas y selecciones de especies, etc.).  No debemos olvidar que si el planeta produce millones de toneladas de alimentos que bastarían para dar de comer a 12 mil millones de personas es gracias a las tecnologías.

Pero si hablamos de tecnologías digitales, éstas no aparecen en El Hambre: el libro-viaje de Caparrós se mueve en un submundo donde la urgencia de comer absorbe todas las acciones y pensamientos de los sujetos. Si la tecnología mobile  llega al 97% de la población mundial (datos de ITU),  podría decirse que la investigación de Caparrós se focaliza en ese 3% que está fuera de la sociedad (no sólo digital). La geografía del hambre de Caparrós – que abarca a aproximadamente al 15% de la población mundial – apenas se cruza con los «territorios» de Martel. Pero en algún lugar, efímero y marginal, se solapan.

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¿Por qué hablo de «tecnologías del hambre? Porque si analizamos las múltiples causas del problema nos encontraremos con un entramado de intereses empresariales, políticos, financieros y religiosos que se expresan en tecnologías, desde las semillas modificadas genéticamente hasta alimentos hipercalóricos para desnutridos, pasando por redes de flujos de capitales globalizadas, fertilizantes, abonos e infinidad de procedimientos y protocolos sanitarios, económicos o culturales que permiten a su manera la reproducción de un mecanismo de exclusión social. Más que de un retorno a las «viejas tecnologías» (de cultivo o de sanidad) la salida debería venir de una reorganización y redefinición profunda y radical de todos estos actores, procesos y relaciones. Y, por qué no, por la introducción de nuevas tecnologías en esa red socio-técnica. 

Lo aclaro por las dudas: es una ilusión pensar que las tecnologías digitales puedan acabar con el hambre en el mundo. Ni siquiera Nicholas Negroponte se atrevió a tanto. Hace 20 años en Being Digital Negroponte escribió que los bits y las redes no terminarían con la pobreza pero podían servir para que «millones de personas discutieran el problema del hambre y trataran de resolverlo». Esta idea es interesante. Actualmente hay proyectos que apuntan en esa dirección, por ejemplo Information Lives of the Poor: Fighting poverty with technology o la red Terra Madre potenciada por Slow Food que reúne a pequeños campesinos, pescadores y ganaderos de todo el mundo. No descartemos que por este lado – la creación de redes globales de intercambio de experiencias y tácticas/estrategias de intervención – puedan comenzar a activarse acciones políticas bottom-up de mayor envergadura que tengan como principales protagonistas a los afectados por la exclusión.

Quizá las respuestas a la preguntas de Caparrós – «¿Cuán distinto sería  si supieran? ¿Qué cambiaría si supieran?» –  estén comenzando a responderse en las redes digitales.

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  1. Hola,después que mis hijos se hicieron grandes empece a estudiar un posgrado en comunicación-educacion. Leyendo su libro hipermediaciones me di cuenta de este blog Y me parece muy importante porque se contribuye con ese granito, que en la medida que todos aportemos se hará un océano de buenas intenciones y acciones por la esperanza y dignidad de los excluidos

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